A la búsqueda del Llonguet – Una noche en el Forn Casanovas

(Publicado en ¿Te quedas a cenar? en octubre de 2009)

Barcelona es un sitio de pan; lo había descubierto mucho antes de dar cursos. Recuerdo que trabajé una temporada en Sabadell. Allí tenía una compañera, Judit, que se levantaba de la silla cada mañana a las 11:30 a comer el bocadillo del almuerzo. No necesitabas reloj para saber qué hora era: cuando ella se levantaba, eran las 11:30. Siempre me ha sorprendido esta pasión por el entrepà, desconocida (o perdida, tal vez) en Bilbao. Cuando empecé a dar cursos, aprendí muchísimo de las tradiciones de aquí, de sus panes y de sus gentes. Uno de los panes que se nombra con frecuencia es el llonguet. Curiosamente, nunca es la gente joven la que lo nombra, siempre es la gente de un par de generaciones atrás; parece que en el recuerdo de muchos catalanes está el llonguet de los bocadillos de su infancia.

Yo nunca había oído ese nombre ni visto un llonguet hasta que un día, volviendo de comprar fruta, me topé con él en la panadería de debajo de casa, el Forn Casanovas, en la calle Castanys, al lado del mercado del Poble Nou. Ahí estaba: pequeño, regordete y con una greña que se abría con gran belleza. Durante unos meses he mirado el escaparate de la panadería con admiración, incluso los he comprado, para abrirlos, como quien observa con curiosidad el funcionamiento de la maquinaria de un reloj.

Por lo que he podido ver y oír, el llonguet está de capa caída, ya no es tan fácil encontrarlo en cualquier panadería, y la gente joven muchas veces ni lo conoce ni lo come. No sería raro que, con el tiempo, fuera otro de esos panes que acabe por desaparecer. Después de un tiempo de pensarlo, me he propuesto hacer un pequeño homenaje al llonguet (como hice en su día con cosas bilbaínas como el bollo de mantequilla o la Carolina). El otro día hablé con el panadero, Agustín, y le pregunté por el llonguet. Él me invitó a pasar una noche en la panadería a su lado, viendo cómo elabora los llonguets y el resto de panes.

El Forn Casanovas es un lugar increíble. Por fuera parece un pequeño despacho de pan sin más, en una pequeña calle, con un pequeño mostrador; pero en cuanto entras al obrador todo cambia, es como trasladarte a otro tiempo. La panadería ha ido pasando de generación en generación. El abuelo de Marta, la propietaria actual, la compró a un panadero, así que es un lugar centenario. Agustín trabaja solo aquí cada noche; cuando ya han cerrado hasta los bares, empieza su labor de artesano. Lo más sorprendente es que su modo de hacer pan también es el de antes. Al entrar en la gran sala del obrador sorprenden los grandes armarios con ruedas e inmensos cajones donde fermenta la masa (no hay cámara de fermentación ni maquinaria sofisticada alguna, aparte de una máquina para dividir la masa). La primera amasadora que usa es «La frigeriana» de Talleres Petit, ni sabe calcular los años que tiene, me contó que hasta se la quisieron comprar para un museo. Es una maquina bella, en vez de una espiral tiene una especie de horquilla, como si fueran los cuernos de una extraña res. En la parte inferior de la gran cubeta para más de 100 kilos se pueden ver los dientes que usan los engranajes para hacer girar todo el mecanismo.

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Agustín pertenece a una casta de panaderos que está desapareciendo: la de los artesanos de antaño. Empezó con 14 años de aprendiz y, con más de 50, conoce su oficio al dedillo. Uno se podría pasar no una, sino cien noches escuchándole, observando y aprendiendo. Me cuenta que, en su día, el obrador tenía 6 panaderos, y de hecho existe un segundo horno abandonado en el sótano.

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Cuando llegó de Sevilla siendo niño, aprendió el oficio y los panes de aquí; cuenta orgulloso como su pa de pagés tiene una textura excepcional. Llegado el momento, se entretiene en explicarme la manera tradicional de enrollar la masa de llonguet, en espiral doble; y las nuevas maneras, con un pliegue sencillo (como de hojaldre) y enrollando cuidadosamente la masa en un apretado cilindro. El resultado es ese panecillo que se abrirá en el horno de manera espectacular. El llonguet es el primer pan que entra al horno, cuando éste está más caliente y seco: así consigue un pan ligerísimo, con una corteza mate de un precioso color y unas líneas como «aguas» que me siguen sorprendiedo igual que la primera vez que los vi.

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Así nos pasamos la noche, conversando; de vez en cuando me cuenta de los panes de Córdoba o Sevilla, de sus recuerdos de niñez. Como panadero le gusta crear especialidades, ahora mismo está haciendo un pan plano que fermenta 3 veces, el pan va cogiendo sabor y, por lo que me dice, gusta mucho. Lo veo desgasar este pan y volverlo a poner en su bandeja, dentro de otro armario de madera. También me enseña la forma tradicional de plegar un bollito de Viena. Toma la esquina de un trocito de masa aplastada, y lo va remetiendo con rapidez, mientras lo gira con la otra mano. Me dijo que, antes de que se usar el marcador metálico de Vienas, a los panaderos les daban 20 céntimos por bollito. El marcador, siendo un objeto de una belleza especial, simplemente aprieta la masa, pero que no le otorga la textura del plegado.

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Ver trabajar a Agustín es más que entretenido; es como una hormiga, no para un solo momento. Entre masa y masa, baja al lugar donde está el horno para comprobar la temperatura, ajustar la humedad, etc. Por fin, una vez que ha acabado de preparar las masas, llega el turno del horno.

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El horno del Forn Casanovas es espectacular. Es un Sebastiá con solera rotatoria, una especie de inmensa rueda de molino de más de 3 metros de diámetro que se mueve al accionar un volante de acero. Para meter y sacar los panes se usan unas palas con una pértiga de más de 2 metros y medio. Manejar un horno así no es fácil, hay que girar la solera cada vez que metes el pan, y hacerlo de una manera que sea lógica y que haga posible la cocción homogénea de la hornada y su fácil extracción posterior. Nunca mejor dicho, es un asunto que tiene mucha miga.

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El momento del horno es de una actividad que roza el frenesí; no sé ni cuantos cientos de barras pude contar. Las barras, los medios, los cuartos, las integrales, las sin sal, los redondos, etc. Según va marcando el pan, me cuenta las diferentes maneras de hacerlo. Por ejemplo, en el Forn Casanovas él suele hacer las barras con una greña corta, pequeña, que es más suave para la dentadura de los clientes (y, claro, les gusta más); en algunos panes hace un marcado que siempre me ha parecido elegantísimo. Marca el pan y después lo deja fermentar, con lo que al hornearse no se rompe, sino que crea unas ondulaciones muy características.

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El pa de pagès tiene una forma especial; al formarlo se bolea suavecito, con un movimiento que requiere de una pericia especial, sin apretarlo demasiado, pero dejándolo lo suficientemente tenso como para que se abra sin perder la forma circular. Agustín lo hace con una sola mano, en un par de rápidos gestos. En el horno se cuede «boca arriba», al contrario de la mayoría de los panes, entonces es cuando se abre creando esa corteza tan espectacular

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Sin darme cuenta han llegado las 6 de la mañana. Es más, Agustín me dice riendo que, debido a la charla, ha acabado algo más tarde de lo habitual, e incluso que algún pan (como los llonguets, precisamente) ha salido un pelín sobrefermentado.

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Según amanece, una vez recogido y colocado el pan en las estanterías, se apaga la luz del horno. Sin ninguna ayuda, el horno mantendrá los 200º hasta la próxima hornada.

Ya en casa, de día, antes de acostarme, me invade una sensación extraña. Por un lado, la plenitud por el privilegio de haber estado en compañía de un artesano como los de antaño; por el otro, la inquietud de ser testigo de unos gestos y unas maneras de hacer que desaparecerán cuando Agustín se tome una merecida jubilación dentro de unos años.

PD: Acompañando a esta entrada, he hecho un pequeño homenaje al llonguet, aquí.

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7 Comments

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  7. Posted 24.10.2016 at 08:03 | Permalink

    Gee willikers, that’s such a great post!

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